El alma de los espías by Pablo Zarrabeitia

El alma de los espías by Pablo Zarrabeitia

autor:Pablo Zarrabeitia [Zarrabeitia, Pablo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2020-08-01T00:00:00+00:00


BISONTES Y NIÑOS DE LA GUERRA

En una de las últimas fronteras espirituales de Europa hay un bosque interminable habitado por bisontes y espíritus, un rincón repleto de esa clase de Historia que no se refleja en las catedrales ni en los palacios.

Esa selva, llamada Białowieża, se extiende entre Polonia y Bielorrusia, y sus árboles ocultan pueblos de casas de madera, aislados de la vorágine del mundo. En las entradas de los pueblos hay plantadas cruces, ortodoxas o católicas, que indican al viajero la religión de sus habitantes.

El último zar ruso, Nicolás II, acudía a cazar a Białowieża a principios del siglo XX. Dos décadas más tarde, Hermann Goering, el delfín de Hitler, pensó que podría convertir la selva en su coto privado cuando Alemania ganase la guerra, y ordenó salvarla de la tala indiscriminada que los ejércitos del Reich llevaron a cabo en los bosques de Polonia.

Los bisontes habían desaparecido de Białowieża a principios de siglo, pero gracias a los últimos ejemplares, que sobrevivieron en zoos y colecciones privadas, se pudieron repoblar los bosques con los mismos animales que los hombres de Altamira habían dibujado en sus cuevas. Białowieża era una reserva salpicada de lagos, pantanos y aldeas, escondidos en un bosque milenario. Algunos árboles disimulados entre la espesura tenían santuarios cristianos tallados en sus entrañas, como depositarios de una magia antigua y druídica.

La cita fue a las siete de la tarde, hora polaca de cenar, en Gospoda Carska, la Hacienda de los Zares, un restaurante construido en la estación de tren donde se apeaba Nicolás II cuando iba a cazar. Madero había viajado a Polonia con muchas dudas, temeroso de que Mercader también hubiese sido descubierto por el topo, pese a que la existencia del colaborador se había mantenido en el más estricto secreto durante décadas. En los últimos años, él era la única persona que se había reunido con el ruso, aparte de don Luis.

Madero, vestido con un abrigo ligero y un gorro plano de cazador, llegó a la cita en bicicleta, atravesando los bosques. Respiró aliviado al divisar en la puerta de la antigua estación a un anciano grande con la espalda encorvada, sombrero de ala ancha y una mata de pelo blanco flotando sobre unas gafas cuadradas que hubiese envidiado cualquier dictador norcoreano. Mercader no había renovado su vestuario desde los tiempos de la Guerra Fría, y su gabán de Berlín Oriental dejaba entrever un traje gris de burócrata moscovita pre-Gorbachov. Se apoyaba en un paraguas arcaico, una de las armas camufladas más eficaces en la época gloriosa del KGB.

Los dos espías se saludaron con templanza y educación, como viejos conocidos que se encuentran para hablar de negocios. Eligieron una mesa lejos de la puerta, algo deslumbrados por el restaurante, cuya decoración interior —manteles blancos y bordados, lámparas zaristas, adornos rococó— parecía más propia de San Petersburgo que de la inmensidad verde que los rodeaba. Se entretuvieron unos minutos en examinar la carta, mientras observaban de reojo al resto de comensales. Turistas. Polacos, europeos, algún bielorruso rico.



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